El día que contraté a mi asistente virtual se me había quemado la cena que estaba preparando. Estaba en un descanso de mi trabajo, escribiendo la propuesta de mi libro, preparando alubias en una olla e intentando manejar el estrés que me provocaba la pandemia. Iba y venía de la cocina a la mesa, removiendo las alubias entre párrafo y párrafo.
Tenía la atención totalmente dividida mientras miraba el temporizador, que me avisaba de que tenía que volver al infierno del teletrabajo. Estaba haciendo malabares, y se me acabó cayendo la pelota, que en este caso era una masa de alubias negras quemadas en el fondo de una olla nueva. Ahí me di cuenta de que necesitaba ayuda.
Meses antes, me había enterado de que existían los asistentes virtuales. Una amiga y compañera periodista me contó que contratar a un asistente virtual cinco horas a la semana le ahorraba tiempo, mejoraba su nivel de estrés, le permitía centrarse en lo que realmente quería hacer (¡escribir!) y le proporcionaba una pizca del ansiado equilibrio entre trabajo y vida privada.
Hasta entonces, yo suponía que los asistentes virtuales estaba solo a jornada completa. Pero ella, al hablarme de su experiencia, plantó la semilla de la curiosidad en mí aquel día.
Lo primero fue averiguar cómo podría serme útil un asistente virtual
Aunque sentía curiosidad por saber cómo podría encajar un asistente virtual en mi vida, seguía sin imaginarme confiando mis contraseñas, facturas o documentos laborales a un desconocido. También sabía que mi relación con el trabajo no era sostenible. Le pedí a mi compañera que me contara más cosas sobre este asunto del asistente virtual, y me pareció justo lo que necesitaba.
Mi amiga me puso en contacto con alguien que trabaja con asistentes virtuales, y lo primero que hizo fue evaluar para qué buscaba ayuda. En 24 horas, recibí correos electrónicos personalizados de tres asistentes virtuales que se ajustaban a la descripción que había solicitado.
Una de ellas (Sarah) destacó porque estudiaba psicología y apreciaba mi trabajo. Un día cualquiera, mi bandeja de entrada se inunda de mensajes de temáticas muy diversas, desde traumas a recuperación de adicciones, pasando por homosexualidad o recomendaciones de lubricantes. Para mí era importante contratar a alguien que se sintiera cómodo con mi trabajo, relacionado con la salud mental y el bienestar sexual. Tras una rápida videollamada, Sarah se convirtió en mi asistente. Acabamos de celebrar tres años de trabajo juntas.
Pedir ayuda fue duro pero necesario
No esperaba que la mera consideración de delegar parte de mi trabajo fuera a provocarme tantas emociones enfrentadas. Evaluar los costes de oportunidad de mis innumerables tareas me ayudó a decidir cuánto valen mi tiempo y mi energía.
Comparé la tarifa media de un asistente virtual (26,34 dólares la hora en todo el país y entre 30 y 40 en Nueva York, donde vivo, es decir, entre 27 y 36 euros) con lo que cobro por hora por mis servicios.
También valoré los peores escenarios (robo de identidad, violación de la confidencialidad, necesidad de volver a cambiar las contraseñas). Pero también en cuenta los mejores (menos estrés, más concentración y trabajar de forma más productiva sin hacer más horas). Este valioso ejercicio cambió mi enfoque del trabajo por cuenta propia y la subcontratación.
Pero pedir ayuda es muy difícil, sobre todo en la cultura estadounidense hiperindividualista. Admitir que lo necesitaba me hacía sentir débil. «Debería ser capaz de hacer malabarismos con todo esto yo sola. Los verdaderos empresarios no necesitan ayuda», me decía a menudo, quizás otro ejemplo de cómo la autodestrucción sigue viviendo en mis huesos después de casi una década de recuperación. Afortunadamente, la humildad es una parte importante de cualquier viaje hacia la salud mental. Esa misma humildad fue la que me permitió pedir ayuda.
Cuando se contrata a alguien, hay una curva de aprendizaje para ambas partes. Todos trabajamos de forma única, desarrollando idiosincrasias que solo tienen sentido para nosotros. Trabajar en equipo requiere traspasar ese velo y revelar nuestro método a un completo desconocido. Si nos atrevemos, supone también aceptar su opinión y un punto de vista que quizás no habíamos considerado.
Existe, no obstante, el riesgo de pasar por el arduo proceso de adaptación y descubrir que no encajas bien con la otra persona. Contratar a una asistente virtual es como salir con alguien: si no funciona, rompes, te recuperas y vuelves a salir, conociéndote mejor a ti mismo y al proceso. Afortunadamente, encontré a la persona adecuada a la primera.
Contratarla cambió mi vida y mi negocio
Sarah empezó con tres horas a la semana (un mínimo estándar para los asistentes virtuales) a 32 dólares la hora (29 euros), y luego subió rápidamente a cinco horas semanales, que es la jornada actual. Sus primeras tareas fueron ayudarme a organizar mi desordenada bandeja de entrada, gestionar los mensajes en las redes sociales y enviar facturas. También organizó mi investigación sobre el libro y creó hojas de cálculo para hacer un seguimiento de los agentes literarios cuando estaba haciendo las consultas.
Hacemos una evaluación anual, en la que cada una da su opinión, identifica lo que ha funcionado y lo que no, y elabora planes para el año siguiente. También le doy un aumento anual por la inflación (¡y por su gran trabajo!).
De ninguna manera podría haber escrito mi libro o cofundado mi empresa sin Sarah. Ella se encargó de las tediosas minucias mientras yo me centraba en construir mi carrera. Ese enfoque incluso me permitió dejar mi trabajo diario y, quizás lo más importante, perfeccionar mi receta de alubias.